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Choco y Biscote.

No suelo hablar de mi debilidad por los gatos en este blog, pero hay cosas que a ciertas alturas ya no se pueden ocultar -ni que lo estuviese evitando-: me encantan los gatos.

No tengo muy claro por qué me gustan exactamente, se habla de que son majestuosos y elegantes, tranquilos y bonitos, adorables a rabiar cuando son pequeños -cuando son mayores también, pero menos-… que son cómo un saquito peludo de virtudes, ¿no? Supongo que a mí me gustan porque son cariñosos y agradecidos, dan calorcito y hacen compañía, y son antidepresivos. Sí, antidepresivos.

Se hacen un montón de terapias para personas mayores y personas con depresión en compañía de estos felinos. Y no lo dudo. Más allá de algunas lecturas con cierto olor científico en las que te repiten por activa y por pasiva que el ronroneo del gato mejora la presión sanguínea y, por tanto, la circulación, sé de cierto -por experiencia propia y la observación de otros- que un gato es una de las medicinas psicológicas más eficaces.

Para las personas mayores, son animales tranquilos y pacientes que no necesitan mucho cuidado y hacen mucha compañía, son suaves y cuidadosos. Para las personas con depresión, son aún mejor. Tener una responsabilidad como es la de cuidar a un animal hace que inevitablemente debas llevar una rutina, a mayores, los propios animales ayudan a ello, en especial, los gatos.

A pesar de que su paseo por casa parezca errático, siempre hacen los mismos recorridos por el mero de hecho de comprobar que su territorio sigue igual y en su sitio: lo mismo harán contigo. Los gatos hacen sus costumbres contigo, no en función de ti -como lo haría un perro, que se adapta a lo que tú le ofrezcas-, sino contigo. Mientras tú preparas tu desayuno, el gato tiene costumbre de mirar por la ventana recién abierta -es lo que hace la mía-, pero si ese día no abres la ventana, el gato estará contigo y te lo hará saber hasta que lo hagas. Muchas personas con depresión pueden tener periodos de dejadez absoluta, se quedan en la cama o no hacen las comidas diarias; un gato no les va a dejar hacer eso. Le harán saber que quiere comer, que esté limpio el arenero, que si tú no haces esto ellos no pueden hacer lo otro o simplemente comenzar la rutina de siempre, y si nada de eso funciona -y esto es lo mejor- le harán compañía hasta que se sienta mejor para hacerlo. Sin presión, sin nerviosismo.

Otra cosa que también me gusta de los gatos es que no te dejan depender de ellos. Con esto no quiero decir que se no se pueda querer a un gato tanto como a un perro -se les quiere igual o más-, sino que para alguien con depresión, esto es fantástico. Así como los perros -hablo en términos generales, hay personalidades para todos- no te dejan ni un minuto y exigen tu atención activa, los gatos te dejan tu propio espacio y te obligan a que tú les dejes el suyo: ayudan al desarrollo de la independencia emocional, lo cuál puede traducirse en que a las personas con depresión les afecten menos los agentes que les provocan la misma, convirtiéndose en dueños de su propia depresión y no al revés.

Como experiencia personal tengo que decir que con un gato aprendes a querer mejor, no más ni menos, sino mejor. Hace cosa de cinco días, rescatamos a un par de gatitos -hermano y hermana- de debajo de una apisonadora porque estaban muy mal y les pusimos nombre, Choco y Biscote. Yo ya tengo dos gatos a los que quiero mucho -Nala y Fiodor- y no voy a poder acoger más, pero eso no impidió que les pusiéramos nombre y que los esté cuidando como si fueran míos hasta verles recuperados y sanos.

Porque a mí mis gatos me salvaron la vida.

¿Por qué Choco y Biscote no pueden salvar la tuya?

Choco
Choco, el chico.
Biscote.
Biscote, la chica.